viernes, 12 de febrero de 2010

El taxista y su destino

Llevaba todo el día recorriendo la ciudad en busca de clientes para poder recaudar el dinero que necesitaba para pagar el seguro del coche. Siempre los malditos pagos, cuando no es el seguro, es la avería de turno y si no los impuestos.
Era un día muy raro, apenas había personas por la calle, el tiempo era muy desapacible, oscuro, triste, frío, se notaba que las personas estaban ariscas, que no estaban llevando muy bien ese tiempo. De pronto como si hubieran aparecido de la nada surgieron dos personas y levantaron la mano para que me detuviera. En esta profesión estamos acostumbrados a hacer una valoración rápida sobre las personas que nos paran. Uno no se puede relajar ni un instante, ya que ha habido muchos casos de asesinatos de compañeros.
Pero hoy no era el día para hacer divagaciones sobre cómo serían estos dos ya que no llevaba casi nada ganado. Me alegré por fin al escuchar el destino. Iba a ser un trayecto que haría que desapareciera la preocupación por el pago del seguro.
Normalmente las personas que se suben al coche suelen estar calladas, pero cuando es un viaje relativamente largo, siempre suelen entablar conversación, bien con el conductor. O como era el caso entre ellos dos. Estaban extrañamente callados, pero se adivinaba en sus miradas una cierta complicidad que hizo que se me helara la sangre. No entendía el porqué pero algo no iba bien.. El trayecto era largo y empezamos a ascender por la montaña. Bajé la ventanilla para distraerme y para disfrutar del apasionante espectáculo que te ofrece la montaña a oscuras, despidiendo desde sus adentros las sombras más extrañas y los sonidos más ininteligibles que uno pueda escuchar. Todo en la noche nos parece más extraño, con un aire especial, le damos la trascendencia a las cosas que no le damos durante el día.
De repente uno de los ocupantes abrió la boca y casi me cago del susto, para indicarme que cogiera un desvío por una carretera sin asfaltar y muy bacheada. La oscuridad era total, solo rota por los haces de luz de mis faros. Recorrimos unos tres kilómetros y yo notaba que se me estaba haciendo un nudo en el estómago, que cogió mayor fuerza cuando vi al llegar al destino, que a la entrada de lo que parecía un garaje había barios coches a los que se les estaba preparando para pintarles única y exclusivamente las puertas delanteras.

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